La ducha

tu vida bajo el agua



El otro día, paseando cerca de casa, me encontré con mi amiga Helena. Estaba bastante molesta porque en un día frío como ese, se le había estropeado el calentador.

Esto en sí ya es molesto, pero lo es más cuando aún conservaba algo de agua caliente, empiezas a ducharte tan tranquila y al cabo de unos pocos minutos te descubres luchando contra el mando porque por mucha agua caliente que pongas, sale fría.

Empezamos con el fin en mente

pero, ¿continuamos con él?


Ha sido la primera vez que le ha pasado, no lo entendía. Me comentaba que, como todos, empieza toda ducha ajustando el mando del agua para tener la temperatura perfecta. Disfruta sintiendo caer el agua impregnándole ese calor acogedor.


La sensación de liberación era maravillosa: toda su piel estaba húmeda, a la temperatura que deseaba y el agua no dejaba de fluir a esa temperatura. Sabía que tenía que enjabonarse, lavarse el pelo… pero lo que más deseaba era sentir el agua cubriendo todo su ser. Le encanta jugar con ella en la boca, lavándose la cara y oyendo cómo ésta cocha contra el suelo. Sus pies suelen jugar con el charco de agua tibia y la vida es plena.


El tiempo pasaba y decidió empezar a lavarse: el olor del jabón impregnaba todo el ambiente, su tacto contagió erizando suavemente su piel. Se sentía limpia, plena, viva. Era maravilloso. El agua seguía a esa temperatura, pero necesitaba un grado más. Casi de manera inconsciente, movió un poquito el mando de la ducha y ésta obedecía rápidamente sus deseos…¿qué más se puede pedir?

Su cuerpo necesitaba sentir más el calor del agua. El día iba a ser frío, seguramente tendría que salir y sentir el viento frío, así que se cobijaba en el agua cálida como cuando se acurruca entre cálidas mantas tras un día helado. Un poquito, sólo un poquito más caliente….

¿Qué pasa? Entonces se dio cuenta de algo terrible: el mando no podía ir más hacia la izquierda, no podía poner el agua más caliente… y ésta sale fría, tan fría como el viento del que huía.

Es hora de terminar y salir.


Terminó rápidamente la ducha. Aún quedaba un cálido vaho que inundaba el baño como si fuera una maravillosa y perfecta sauna. ¡¡Qué sensación tan maravillosa!! Tenía un regusto un poco desagradable por el final frío, así que decidió secarse cuanto antes mejor.


Cuando todo ese vaho se fue, apareció  una imagen en el espejo: la suya. Al principio era borrosa, pero poco a poco se fue aclarando y empezó a notar algo extraño: ¿qué diferencia hay entre la imagen de la ducha y la que reflejaba ese espejo?

No es que sea demasiada la diferencia, pero sus ojos fueron directos a esos puntos que nadie quizá vea, especialmente cuando se vistiera, maquillara y arreglara, aunque en el momento, hablando conmigo, seguía sintiéndolas bajo la ropa.


Mirarse al espejo

Reconozco que me había quedado un poco hipnotizado por su historia con una profunda empatía, ya que yo sabía perfectamente cómo se siente uno. Me despertó de esa ensoñación empática la llamada de su marido.

  • No te lo vas a creer. – me dijo al colgar – me ha dicho que el calentador está perfecto. ¿Qué puede haber pasado?


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